LA NAVIDAD QUE EXTRAÑO
Pablo Heli Ocaña Alejo
Muchos recuerdos inolvidables.
Mi padre, con tan solo segundo grado de educación primaria no
podía aspirar a nada mejor. A sus 16 años tuvo que ir a trabajar a las minas de
Paccha, ubicado en la provincia de Pataz de la región de La Libertad.
Fueron largos años de arduo trabajo en la mina, luego del cual
decidió retornar a su natal Shumpillán, tierra que le vio nacer; pero por
azares del destino, que no se precisa aquí, pasó por la ciudad de Sihuas,
provincia norteña de Ancash, donde llegó a conocer una joven campesina dedicada al pastoreo, con
quién, como en los buenos tiempos de los dioses, se declararon amor puro y se
atrevieron construir un proyecto de vida que inició con un escape del seno familiar
para vivir lejos de la vista de los suyos. Como es preciso, en la mitad
del siglo XX, nadie podía irse de la tierra con las manos vacías. Llevaron
consigo lo mejor del campo. Cargaron 12 sacos de papa en lomos de burro con
dirección al pequeño centro poblado minero de Tarica, ubicada en la provincia
de Corongo, donde abordaron una góndola para dirigirse rumbo al pequeño poblado
de Yungaypampa perteneciente a la provincia de Huaylas.
El viaje estuvo colmado de alegrías y penas, también de
inesperadas experiencias. En Yungaypampa, sintieron la novedad de un mundo
nuevo y desconocido. Claro, habían escuchado hablar de trenes, pero nunca en su
vida se habían trepado a una; La máquina estaba ahí, como esperándolos como a
otros de historias similares de fugas, escapes y nostalgias.
Sin mirar atrás ni al ayer, la pareja logró subirse a uno de los
vagones, la travesía en la búsqueda de un mundo nuevo y desconocido no era como
el sueño de amor. El tren se movía a velocidad y los cerros empinados que dan
al río Santa iban quedando atrás. La ruta no fue fácil, aunque el tren se parecía
a un gran mercado móvil y ameno, en la mirada de la pareja solo se reflejaba
serias preocupaciones. Alguna vez contó mamá de ese viaje por las orillas del
río Santa, porque vivió lo inolvidable para llegar a la pujante ciudad de
Chimbote. En la ruta comieron tamales, la causa vinceña, las frutas frescas,
los ricos dulces, entre otros. Definitivamente lo desconocido te motiva y
embarga.
Iniciar una nueva vida no fue fácil. Claro, los sacos de papa les
fueron de gran ayuda como los arrieros que los acompañaron; pero entendieron
que la fuerza del amor es un tren ensimismo que te traslada siempre a mundos
desconocidos donde cavas tu destino.
La pareja se subió a los rieles de la vida, lo demás no es cuento.
La realidad es dura que ni la dulzura del amor lo puede evitar.
Si algo podía celebrar la pareja fue la fuga exitosa, nadie les
fue en busca, nadie los extrañó, excepto la humilde abuela que conforme lloraba
se consolaba pensando en el mejor destino de su hija. El mayor miedo de la
pareja fue sus propios miedos, el temor de quedarse anclado en la tierra; pero
usaron la fuerza del amor que mueve los espíritus nobles para saber
sobreponerse a las vicisitudes y atajos de la vida.
El amor siempre ofrece paz, felicidad y un porvenir prometedor. La
pareja cultivaba el amor en su dimensión más genuina, lo demás es cuento.
La vida continuó con sus pasiones. En 1959 nace el primer hijo en
el distrito de Santa, muy cerca al río Santa. Para entonces mi padre trabajaba
en el Proyecto Chinecas, y como un experimentado minero, estuvo en el equipo
responsable de abrir los túneles a la altura de las haciendas de Vinzos. El
trabajo no era nada fácil, además para un serrano el clima costeño siempre le
es adverso. A pesar de sus cuidados, terminó enfermo llegando al extremo de la
muerte. Lo internaron en el hospital del seguro social de Chimbote y por
recomendación del médico tuvo que renunciar al trabajo para trasladarse sin
demora a la prometedora Lima, ciudad en pleno crecimiento a punta de invasiones
de la década de los 60.
La Lima multicolor, te lleva a la búsqueda del reencuentro con los
tuyos. La plaza Unión era un punto propicio para tal sueño y solo así podías
elegir mejor un lugar donde vivir y hasta un lugar donde trabajar.
En esas andanzas y con el consejo de algunos familiares consigue
un centro de trabajo, y más adelante pasó por varias fábricas de la avenida
Argentina, donde es parte de los obreros y líderes sindicales, contagiándose y
concibiendo las ideas políticas de José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de
la Torre. Aunque aprendió más por la practica social que por la teoría.
Ese aprendizaje y los ideales de los obreros le abrió los ojos
para saber de la dinámica social y política, algo que le sirvió más adelante
cuando retornó a su tierra para servir a su comunidad con compromiso y
liderazgo. Recuerdo que fue presidente de la comunidad campesina de Shumpillán
por varios años. Viví esa experiencia de grandes enseñanzas escuchando los
debates de las reuniones comunales que se realizaban con frecuencia.
Las dificultades de Lima le empezaron a azotar a esta pequeña
familia. Los días eran de reflexión, de recuerdos y sentimientos encontrados.
El amor al terruño empezó a crecer como los cactus de los valles andinos. Es
más, sentían seguridad de una mejor vida, pero en la comunidad andina.
Al sentimiento y a las preocupaciones por el bienestar se sumaron
el recuerdo a sus padres. Una tarde menos esperada reciben una carta de mi
abuelo. La nota conmovedora - recibida con un mes de atraso - explicaba en un
castellano mal escrito, sobre la salud deteriorada de mi abuela Eleodora. Mi
madre sin más condición que amor por la suegra se compromete viajar para cuidar
a la madre del hombre que amaba, nunca pensó en la distancia, ni dejar atrás la
oferta limeña.
El viaje fue imprevisto, improvisado, accidentado y de penurias. Finalmente
llegó a la alejada comunidad de Shumpillán perteneciente al distrito de
Parobamba de la provincia de Pomabamba, ubicado cerca al vértice de los
departamentos de Ancash, Huánuco y La Libertad. Con un detallito adicional, el
viaje de visita se convirtió, en definitiva. Eso es otra historia.
Discurría el año '62, nace el segundo hijo y más adelante, fueron
naciendo uno a uno hasta sumar 9 en total. Por suerte, en aquellos años no
había ligaduras de trompas como estrategia de planificación familiar impuesto por
el Estado. Siendo el cuarto, creo yo no hubiera estado contando esta historia.
Davíd, el quinto, murió en 1980, apenas había cumplido sus 10
años. Su muerte llegó como un baldazo de agua, la enfermedad era curable; pero
como la vida del campo estaba lejos de las bondades de la medicina científica,
fue imposible salvarlo. En ese año fatídico, murieron más de 30 niños de la
comunidad. Lo mismo había pasado en 1976.
Más allá de esa dura realidad, la vida en el campo fue y es
hermosa, las carencias son compensadas por la tranquilidad y la paz con el que
se vive. De eso trata esta historia.
La belleza de la vida del campo significa una especial manera de
vivir. Cada hecho es tan singular parecido al más puro de los enamoramientos
andinos.
Guardo recuerdos imperecederos de la navidad de mi infancia, en
particular lo que paso a narrar a continuación:
Era casi las doce de la noche del 24 de diciembre de 1976,
desperté casi de un golpe como jalado por una mano fría y extraña. El cuarto
donde me hallaba estaba completamente oscuro. Toqué a mis costados como hace
todo niño con la angustia de encontrar a alguien, y solo toqué el pellejo al
que me habían recostado mis hermanos cuando decidieron dejarme. Sentí dolor y
resentimiento, el corazón se me ahogaba. Convencido, saqué fuerzas para
inclinarme a tientas para buscar mi llanqui y poder ir a la búsqueda de mi
cama; confieso que el silencio absoluto de la noche me abrazó sin piedad, y mi
pecho rebotaba sin control causada por la desesperación y el miedo. fue
entonces cuando, casi ahogándome, llamé a mi madre, a mi padre y a mis
hermanos, la respuesta sepulcral no se hizo esperar. Absolutamente, nadie
estaba cerca.
¡papaaa! Volví a exclamar, y nadie me escuchó.
Mi soledad estaba cantada. No recuerdo cuánto, pero lloré
tanto como pocos pueden hacer. El miedo se apoderó de mí, sobre todo, porque
recordé que unos meses atrás habían fallecido más de 20 niños, imaginé que sus
almitas estarían vagando por ahí asustando a la gente como en los cuentos que
mi abuelo solía contarme en las noches que le hacía compañía.
Continúe llorando hasta que me convencí de que era en vano. Empecé
a pensar en las almitas de los niños convertido en ángeles protectores para
consolarme e ir bajando el volumen de mis gritos. Casi tranquilizado, cambié de
opinión e intenté salir de la habitación, pero la puerta estaba asegurada con
un buen candado. Solo así comprendí que nadie más estaba en casa y
las razones no los recordaba. Entonces opté por retornar a mi cama improvisada
para envolverme con la frazada que a duras penas me abrigaba.
En aquellos tiempos, los padres podían dejarnos solos en casa, sin
riesgo de ser denunciado por abandono ni maltrato psicológico; peor aún, allá
no había presencia del estado. Pero también eran años que los padres encargaban a los maestros la formación de
sus hijos, para que lo hagan con rigor. Los maestros tenían autoridad por
confianza y delegación de los padres. A veces se cometían excesos; los
recuerdo; eran años con poca promoción de los derechos de los niños, y los
padres eran poco mimadores.
Pero volviendo a mi Navidad, no sé cuánto tiempo pasó; pero cuando
ya me había vuelto a dormir, escuché entre mis sueños la llegada de mucha gente
al patio. Los pasos eran a tropeles y sus voces ininteligibles. Mil ideas rondaron
mi mente. Imaginé en ángeles portando velas encendidas con fuegos azules o un
grupo de espíritus malos que recorren los pueblos en post de agrupar almas
condenadas para agrandar su legión.
Mi desvarío de madrugada oscilaban entre el bien y el mal; pero entonces
recordé que eran tiempos de Navidad. Es decir, nada malo podía ocurrir en el
mes del niño Jesús y de la unión. Aclarada mis ideas, me di cuenta de que
el tumulto era el regreso de mis padres, llegaban a continuar la celebración de
la noche buena junto a sus buenos vecinos.
Abrieron la puerta, y la habitación se iluminó con las linternas
de kerosene que portaban. Desbordaban de alegría como expresión de una hermosa convivencia. No era
para menos.
Yo recuperé mis energías y volví a mis cabales; y de engreído me
puse a llorar con la misma intensidad que hice unas horas antes; pero a nadie
le interesó preguntarme. En realidad, a nadie le interesé porque la algarabía hacia
imperceptible mi berrinche; es más, me recordaron que fui yo el que me había
quedado dormido como un adobe. Que me habían llamado tanto para sumarme a la
comitiva, y al final optaron por dejarme en esa cama improvisada para irse a la
casa del vecino que en la sierra se cuenta en kilómetros.
Para compensar mi resentimiento, me entregaron los panes y
bizcochos que habían preparado para tomar con la chocolatada de medianoche.
Luego me pasaron una taza de plástico conteniendo un poco de gelatina que yo me
negué tomar por que su estado gelatinoso me daba mucho asco; cosas similares
había visto tantas veces cuando sacrificaban los carneros para la fiesta de
carnaval. Además, nunca había probado algo parecido, y pensé que era otra
picardía de mis hermanos mayores.
Con los detalles descritos, aquella vez, casi a la hora del canto
de los gallos, yo empecé a celebrar la Navidad comiendo panes, bizcocho y gelatina
en una esquina del cuarto que a esa hora ya se había convertido en una sala de
fiesta. Mi felicidad no fue para menos, la celebración continuaba con mi inclusión.
Habiéndome recuperado completamente, con mucha alegría corrí a mi
madre a abrazarla, me ofrecí ayudar en lo que me diga.
Bajo su orientación y sin detenimiento cogí un balde para ir a la acequia
a traer agua, recogí hojas secas de eucalipto para prender la candela, herví el
agua para la nueva chocolatada del amanecer, llevé las tazas a la mesa como
curioseando de cuando en cuando la conversa amena de la
vecindad.
Mientras tanto, cobijados por la alegría, los reunidos seguían disfrutando
bebidas calientitas que mamá iba sirviendo en medio de animadas conversaciones,
pero los efectos de la bebida iban llegando, y con ese gusto empezaron a
entonar canciones del Jilguero del Huascarán ayudados por la reproducción de un
viejo tocadiscos marca Jara que mi hermano cuidaba diligentemente sentado en
una esquina más iluminada de la pequeña sala, él estaba atento al recorrido de
las agujitas entre las hendiduras finas del disco.
Recuerdo esa Navidad humilde, sencilla, modesta y solidaria
rodeado de calor familiar. Es la manera más honesta de celebrar la fiesta de
los niños, me digo siempre.
Estoy convencido que, en el mundo andino, la navidad, sin ser una
tradición nuestra, se ha convertido en una fuerza solidaria que recorre las
entrañas de la tierra, del pueblo y de las familias. Esa fiesta es la que
extraño.
En el ande, cada reunión familiar genera identidad. Te traslada a
tu comunidad y a tu infancia brindando recuerdos sanos, puros y alegres. Son
acciones casi espontáneas que lleva la fuerza del bien para unir sentimientos y
amenguar el dolor. Son fuerzas poderosas que te hacen actuar con razón, para
por lo menos intentar detener en cada navidad, la invasión del mercantilismo y
consumismo exacerbado, que justifica el regalo presentándolo como sinónimo
de amor; olvidando que la verdadera navidad es humanismo, sencillez,
espontaneidad y amor puro.
Es decir, la navidad es y debe ser un verdadero sentimiento de
comunión y hermandad.
Asumo la indignación de Jesús cuando echó a los sacerdotes del
templo llamándoles de falsos e hipócritas. Si hoy volviera a nuestros templos e
instituciones, haría lo mismo, con el riesgo de ser acusado de instigador y
proselitismo para luego ser encarcelado, porque las palabras de unidad,
solidaridad y mundo mejor, sigue siendo un lenguaje subversivo.
Mis razones, son razones suficientes para extrañar esa navidad de
mi infancia, que, de un despertar, me llenaron la mano de pan de parte de mis
hermanos y vecinos, justo al llegar al nuevo amanecer.
¡Feliz navidad nuestra!
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