Haciendo Magisterio

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domingo, 20 de junio de 2021

NEGOCIOS Y TEMPESTAD EN EL MARAÑON

NEGOCIOS Y TEMPESTAD EN EL MARAÑON

 Heli Ocaña Alejo

Sentí que amaneció y la humedad de mi cuerpo había desaparecido. Sin abrir mis ojos toqué a mis lados.

¡Mi padre! - grité desesperado.

¡Dónde está mi padre¡- Volví a gritar.

Imaginé mil escenas.

Muy cerca se escuchaba el sonido agudo del rio Potrero, que ya se había gravado en mis tímpanos.

También el rio Marañón aportaba su sonido sonoro, arrastrándose cual una boa gigante. Su eco continuo entre las montañas no presta calma.

¡Mi padre! - volví a gritar.


De pronto escuché unos pasos suaves. Al abrir mis ojos soñolientos, vi a mi padre retornar luego de haber atendido sus necesidades biológicas.

No te desperté para saber que tanto dormías - me dijo con risa cómplice.

El Marañón acompasado con el aullido agudo del pequeño rio Potrero, arman un concierto melodioso eterno.

El rio Potrero baja desde las raíces de Hurwarumi, ubicado en las alturas de Huacrachuco. Sus aguas cristalinas forman cataratas, pozos, recodos y un sinfín de espejos en su trayecto. Al entregarse al Marañón, se vuelve diminuta, perdiendo su limpieza, pero imposible su esencia.

Marañón, a la derecha es Ancash y
a la izquierda Huánuco. 

La majestuosidad del Marañón en el valle de Huascarbamba es imponente. Forma una gran playa de piedras blancas y arena. En su gran anchura cabe un hermoso islote de piedras blancas. Su rivera angosta y boscosa alberga aves, roedores y felinos. Es un valle interandino hermoso que se hace imborrable ante los ojos de los viajeros.

En fin, dos días antes a esta amanecida inesperada, me dijo mi padre que le acompañe llevando unos negocios a Chinchil. Partimos a las dos de la madrugada cargando un paquete de 15 kilos cada uno conformada por ropas, coca, anilina y otros. Después de largas horas de camino y casi al amanecer, cruzamos el Marañón.

En la subida, comimos nuestro fiambre, cancha y cachanga, acompañada de agua fría es un rico desayuno. Cuatro horas más tarde llegamos a nuestro destino. Chinchil, era un centro poblado de la provincia de Marañón perteneciente al departamento de Huánuco.

Por fin llegamos a la casa del cliente y donde nos quitamos la carga que cada vez se iba haciendo más pesada.

¡Hermano, aquí está tu pedido! – le dijo mi padre.

Braulio, dueño de una pequeña tienda rural, revisó los paquetes con cierta rapidez, hizo pesas en una balanza, apuntó en un cuaderno viejo y sacó cuentas para pagar.

Luego de una breve conversación de costos y actualización de noticias, acudió a una picsha de cuero marrón, sacó dinero, contó y pagó.

Luego, con cierto apuro nos dijo: hermano en estos momentos estoy saliendo para Pallacancha, tuvieron suerte para encontrarme.

Así es que, nos despedimos pensando en Pallacancha, que es una hermosa puna productiva de papas, olluco, oca y mashua, todo con abono natural. Es propiedad de la gente de Chinchil ubicada a tres horas de viaje a paso de burros y caballos con carga, el trayecto es super accidentado, en invierno es grave.

En fin, con la plata en el bolsillo, decidimos retornar. Sentimos un Chinchil desolada y con casas vacías. La gente está en sus chacras o pastoreando. Nuestras otras amistades estaban ausentes.

Nuevo Shumpillán, en el fondo está
Shumpillán antiguo.

El sol brillante y el cielo azul auguraba un buen retorno. Había pocas nubes en el horizonte. Al fondo, al otro lado del Marañón, observamos el brillo de las escuelas de Shumpillán y Huanchayllo, pertenecientes al departamento de Ancash.

Empezamos nuestro retorno. Llegamos a una loma con champitas que aprovechamos para sentarnos para un breve descanso reparador.

Desde esa alfombra natural, divisamos el Marañón al fondo, se movía lentamente bajo el manto del calor intenso del valle.

Disfrutamos del bello paisaje. El Marañón serpentea entre Ancash y Huánuco, se arrastra lentamente convertido en un hermoso pero peligroso atractivo nacional. Ciro Alegría, le llamó la serpiente de oro.

Amenguado el cansancio, reiniciamos el camino. Mi padre mantenía la energía suficiente para caminar y labrar el futuro de la familia.

Andábamos por la media bajada, vimos que el cielo se llenaba de nubes, el sol dejó de iluminar. El tiempo en la sierra es impredecible y amenaza con frecuencia.

En menos de cinco minutos arrancó una gran tempestad acompañado de rayos, relámpagos y truenos. Corrimos a guarecernos bajo la copa de un quichi blanco. El quichi es una planta coposa que tiene muchas hojas menudas que sirven como una choza natural para guarecerse, incluso para los animales. Bajo su copa, casi siempre está seco.


Nos sentados sobre unas piedras, sacamos la cancha para comer, mientras calme la lluvia; pero cuando recién intentábamos desatar la servilleta, gruesas gotas de agua empezaron a caer a los sombreros y a nuestras espaldas. Nos cubrimos con los ponchos juntándonos para evitar se moje el fiambre. Fue inútil, el aguacero era tan intenso que en instantes nos empapó todo el cuerpo. El arbusto no pudo protegernos, menos del trueno.

El ambiente se tornó oscuro, la pradera se llenó de agua. La mangada arrastraba tierra, piedras y ramas. La lluvia parecía una chorrera sin fin.

Empapados, no teníamos nada más que cuidar. Nuestra cara estaba hecha jirones de agua.

Las quebradas grandes o pequeñas, formaban cataratas y bajaban bramando. Nos sentimos amenazados e íbamos perdiendo la serenidad.

Casa de mis padres en Shumpillán

El agua corría por entre nuestros pies. No recuerdo una lluvia de similar ferocidad en la sierra. Mi padre era evangelista y se mantenía en silencio como clamando a Dios.

Paciencia, también es cuestión de tiempo. Por fin pasó la tempestad. Padre e hijo nos quitamos la ropa para exprimir sin pudor ni temor. Los ponchos lo exprimimos cogiendo de los extremos. Les torcimos tanto para quitar hasta la última gota de agua. Luego nos vestimos.  No tengo escena fotográfica de este episodio.

Retomamos el viaje. El clima de los valles interandinos siempre es benigno.

El sol se asomó y soltó sus rayos para abrigarnos. La ropa secaría un tantito.

Nuestra sorpresa fue mayor cuando un kilómetro más abajo no había rastro de lluvia.  La tierra entre la mojada y seca estaban bien marcada. Observamos que las aguas del Marañón se pintaron de rojo, color de la tierra de la mangada. Entonces saqué mis conclusiones de las causas de cambio de color del rio, visto tantas veces en mi infancia desde el altillo de la casa de mis padres. La vida y la experiencia enseña.

Entre los patis, paucas, hualangos, molles, inciensos, chamanas, pitajayas, paullus y gigantones, caminamos a ritmo acelerado con la seguridad que la ropa se vaya secando.

Indetenible, el día se agotaba. El sol declinaba tras las cumbres y sus rayos debilitados dejaban de ofrecer calor.

Las zonas boscosas del camino cobijan muchas aves y animales silvestres. Vimos los últimos vuelos de los loros, escuchamos el canto de los cuculíes, los golpes ruidosos del pájaro carpintero, el vuelo veloz del pájaro vaquero, y cerca de las quebradas con agua, el canto inconfundible del sapo y del tucu. Al atardecer, está belleza se iba tornando melancólica.

Cerraba el día y llegamos al puente Huascarbamba. Es un puente colgante aproximadamente de 75 metros de largo, hecho de cables y tablones de pino. Con el paso de los años ya estaba deteriorado. En ciertos tramos estaban reparadas con maderas redondas y chuecas, que dejaban agujeros que te permiten ver el torrente de agua que te marea. Los fierros de los costados que parecían pasamanos estaban a tanta distancia que no garantizan seguridad si pierdes el equilibrio. Además, el movimiento del puente es desequilibrante. Sobre todo, para los que viajan por primera vez. Mala suerte si hay vientos fuertes.

Si la lluvia no nos hubiera detenido, ya estaríamos llegando a casa - dijo papá desconsolado.

Yo con mis 13 años a cuestas, solo esperaba la decisión de papá, y además yo no conocía el camino corto pero peligroso que nos permitía llegar a casa en menor tiempo. Es decir, por Allpamayu.

Nuestra ropa seguía húmeda y la noche nos envolvía, por lo que decidimos pasar la noche en el valle. Su clima benigno era un buen aliado; pero ¿Cómo poder dormir con poncho y ropa aún húmeda?

Torre Irca

Papá propuso ir a la busca de Margarito, un sobrino lejano que cuidaba el único fundo del valle de propiedad de los Estradas. El fundo estaba como a 15 minutos del puente, y tenía como cerco natural al Marañón, al río Potrero y por el otro extremo a los escarpados casi vírgenes que soportan la cumbre de Cruzpampa.

Esperanzados nos enrumbamos. Tendríamos posada, algo de comida y seguridad. Genial, nos dijimos.

La oscuridad nos envolvía. Apenas se podía ver a corta distancia. Llegamos al puente del rio Potrero que permite pasar al fundo, pero estaba cercado con palos y espinas por miedo a los ocasionales salteadores. El camino para Huacracrachuco continuaba en zigzag cuesta arriba.

La voz se nos hacía ronca, pero seguíamos llamando.

¡Margarito¡ ¡Margarito! Una y otra vez, pero nada.

Los perros salían a ladrar, pero ningunos con dirección al puente. El sonido del rio opacaba nuestras voces. Además, se tornaba peligroso. Si los perros pasaban el cerco, podríamos ser presa de ellos, peor si Margarito no escucha.

Apenado, papá miró hacia la falda del cerro Huascapampa, donde ubicó unas Cuevas.

Vamos ahí - dijo.

Decididos subimos por una ladera lleno de arbustos hasta apegarnos a los desfiladeros y encontrar una cueva larga. En realidad estaba a menos de 50 metros.

El piso estaba parejo lleno de tierra fina generado por años o centenas de años de viento continuo. Eran como polvo acumulado.

Tanteando, cogimos ramas de chamana para improvisar un colchón perfecto para la ocasión. Sobre ellas tendimos mi poncho para recostarnos y el de papá sería para cubrirnos.

Esperábamos pasar bien la noche.

Y frente al hambre no hay mal fiambre. Extendimos la servilleta para engañar el estómago. Masticábamos la cancha mojada sin gusto.

Pregunté sobre los peligros de la noche. Papá adivinó, de mis miedos a pishtacos, duendes, diablos, brujas, chullachaquis o ayapullu, que según cuentos ancestrales rondan estos lares.

Sentí que estábamos en un lugar perfecto para ser víctima de algún maleficio que cobran vida en las noches, sobre todo en ese valle donde auxilio es imposible encontrar.

El sueño iba llegando, Miraba a mi padre, le tocaba sus brazos de rato en rato. 

¿Pablito? Me decía, entendiendo mi miedo. Luego empezó hablarme y terminó asegurándome que estábamos en la parte alta del camino y que los diablos por castigo a sus pecados son incapaces de mirar hacia arriba. 

Casa de mi infancia

Dicen que tienen un hocico potente para sentir el olor de la carne cruda, pero no pueden encontrar esa presa si esa presa está en la parte alta de los caminos de herradura. Hijo no tengas miedo, estamos en lugar seguro y dios nos protegerá – me dijo con calma.

Su razonamiento a partir del saber popular tenía sustento, pensé que esa noche aplicaría para nosotros. Me sentí a salvo a pesar del hambre y el frío que nos envolvía; pero por la ropa húmeda que llevábamos, si no nos comía el diablo, podíamos morirnos de neumonía.

La noche transcurría tranquilo. De tiempo en tiempo se escuchaba el canto de alguna ave, el aullido del zorro, algunos ruidos extrañas y también ladridos de los perros de Margarito. Además, sentimos que la ropa y nuestros ponchos se iban secando y de pronto, junto con el sueño todo se apagó. El silencio aparente era nuestro mejor aliado para dormir sin tregua.

Cuando cantaron las primeras aves del amanecer mi padre se había despertado y se fue hacer sus necesidades, fue entonces que desperté con toda la alarma y griterío. Claro, luego de limpiar mis legañas y recordando el lugar donde estábamos le dije, papá vámonos. Era una manera de sentirse vivo y con salud.

Para papá era un nuevo día y nuevas metas. Él tenía en mente volver a llamar a Margarito para comprar un poco de naranjas, limones, camote, yuca y ver qué más llevar a la casa. Era crisis y oportunidad.

Otra vez papá me quiere hacer cargar, me dije para sí. En fin, ser hijo de campesino es haber nacido para asumir y enfrentar las necesidades de la vida. En casa estaba mamá y mis hermanos; por tanto, vale sacrificarse.

Con pereza de Infante asentí, pero interesado también que Margarito nos invite un desayuno reparador.

Armados con palos largos para defendernos de los perros, caminamos al puente para reanudar la llamada a Margarito. Llamamos con la fuerza que da el nuevo amanecer, y el brillo de los rayos solares.

¡Margarito! ¡Margarito! y por fin Margarito despertó.

Caminaba hacia nosotros abotonando la camisa mal ajustadas por el cinturón y con el llanqui puesto casi al revés.

Como si nos hubiera estado esperando dijo, tiiiito, tiito, ¿tan madrugadito tiito?

Muy preocupado abrió la tranca y quitó toda la seguridad del puente para hacernos pasar por un camino corto al amplio corredor de la casa.

Tío, hemos dormido en la cueva del cerro – Le dije mostrando el lugar donde pernoctamos.

¡No me digan! – dijo muy preocupado.

La bendición del señor es grande, porque dicen que esos cerros encantan. Podían haberles tragado como alguna vez pasó con unos viajeros. – Nos dijo.

Guau me dije - asombrado miré a mi padre y sentí que habíamos sobrevivido.

La conversación iba y venía. La esposa de Margarito preparó una rica sopa de trigo acompañado de yucas sancochadas.

Con alegría, desayunamos en el patio de esa casa amplia. Mientras comíamos, los zancudos se aprovechaban de nosotros y de cuando en cuando volaban con la panza lleno de sangre, dejándonos escozor y malhumorados.

En el desayuno conocimos a varios hijos de Margarito en edad escolar. Mi papá le aconsejó por sus estudios.

-  Si tiito, este año si hemos decido enviarle a Parobamba, porque sin estudio no servimos. – Decía Margarito.

- Si, - le decía papá- no es bueno que se queden en los valles. Educar a nuestros hijos es importante en nuestros tiempos.

-  Si tiito, gracias por sus palabras - reiteró Margarito convencido.

El tiempo pasaba sin detenimiento, se habló de familiares y hasta de viajes a Uchiza y Tocache. Margarito ponía los temas y hablaba con nostalgia y cariño de tío Germán, tío Victor y Abigail. Yo estaba oído a todo.

Sobrino ya nos vamos antes que el sol nos queme – dijo papá y además reiteró - pero queremos que nos vendas frutas y otras cositas más.

Margarito no se dejó esperar y nos llevó a la chacra, ofreciéndonos lo que había: naranjas, limas, limones, camote, yuca y papayas. Yo rogaba no llevar tanto peso, porque nos restaba unas cinco horas de viaje hasta Shumpillán.

Felizmente papá se moderó y llevamos un poco de todo, menos papaya. Él siempre pensando, solicitó semilla de camote y yuca.

Shumpillán antiguo y al fondo
Nuevo Shumpillán

Con risas, Margarito nos hizo recoger los tallos botados de yuca y camote de varias variedades, eso completo y aumentó la carga.

Yo renegaba, pero papá dijo que era para sembrar en los huertos de Shapallmonte.

Margarito no quiso cobrar nada, pero al final papá le dio una propina.

Arreglada la carga a la espalda, nos despedimos de Margarito con nostalgia.

Cruzamos el puente del Marañón y continuamos caminando con la energía del desayuno.

Avanzamos por la rivera del Marañón, caminando entre el calor mañanero y la sombra de los molles, sauces, paucas, hualangos y patis.

Luego llegamos al Allpamayu. Es una quebrada con poca agua que baja de Shumpillan y Huachayllo. Su rivera es movediza y está en constante deslizamiento. Razón para que el camino se encuentre deteriorado. Convirtiéndose con el tiempo en camino solo apto para los jóvenes.

Al llegar, nos encontramos con desfiladeros. Se observaban huecos en pasos largos. Para cruzar, se tendría que caminar recostado al cerro apoyado con las manos. Y ¿la carga?, el riesgo era grande.

No cruzar, significaba volver hasta el puente de Huascarbamba y tomar el camino de Pomay. Otra ruta desértica y lejana.

Papá miraba con curiosidad y temor. Un paso en falso o pérdida de equilibrio no tenía salvación, la quebrada era profunda e imposibilidad de tener auxilio. La escasa agua corre violento, lleno de tierra y formando lodo. En su trayecto tiene cascadas y declives que le da velocidad y ferocidad. Fácil, te envuelve, te arrastra y en pocos menos de 200 metros te entrega a las aguas turbulentas del Marañón.

¿Podrás cruzar? Me decía  papá varías veces. Se preocupaba en mis piernas cortas, y que no iban alcanzar esos escasos agujeros.

Finalmente asumimos el reto. Caminamos con la carga bien adherida al cuerpo. Sufrimos bastante y resultamos dando saltos para cruzar el lodazal.

La salida era más fácil. Solo era empujar a uno, tirar la carga y luego jalar al otro.

Salido del peligro, nos sentamos a observar el camino.

- En la próxima, si venimos por aquí, tenemos que traer una barretilla, dijo papá.

- Es verdad papá - dije sonriendo. Nunca más volví a caminar con mi padre.

Miramos otra vez el Marañón y el fundo Huascarbamba, pues llegar a casa no era fácil.

La yunga te quita las energías, los hermanos del campo lo sabemos. 

Después de varias horas de caminata llegamos a casita. 

Mamá salió a darnos el encuentro y recibirnos la carga. Las semillas de camote y yuca lo habíamos dejado escondido a medio camino, para sembrar en el huerto de Shapallmonte.

Le conté a mamá lo demasiado que me había cansado. Ella siempre generosa me abrazó y dijo – tendrás tu premio, le diré a tu papá que te compre una zapatilla.

Efectivamente, llegó la fiesta de San Juan de Pomabamba, fue oportunidad para que me compraran las ansiadas zapatillas. 

Para entonces, el viaje ya era un cuento.

L:05/03/2021

Autor: heloperu

 

sábado, 1 de mayo de 2021

 

3 HUELLAS. DEJARON HUELLA Y PARTIERON

Heli Ocaña A.


Quisiera novelar cada partida, pero es imposible. La noche del 14 de febrero quise escribir una despedida; pero no fue posible. Me llamó un amigo para decirme que la mala hierba nunca muere. Ahora creo en la sabiduría andina y tengo la oportunidad de escribir un poco de los inolvidables momentos del horizonte de mi vida.

¡La pandemia nos ha puesto de rodillas!, dice mi madre en cada conversación.

La partida temprana de miles de hermanos lo testifican. De entre ellos, tres viajeros me dejaron huellas indelebles. Son de mi camino y de mis aprendizajes.

“Hasta pronto promo, no pudimos vernos”, me decía Daniel por un mensaje de WhatsApp, un medio día del 24 de enero. Leí el mensaje cuando salía de viaje de Pomabamba a Sihuas; pero, antes que el sol se oculte, él voló al más allá. Mi congoja fue de reflexión. En las semanas siguientes, también me enfrentaba al virus.

Con Daniel iniciamos nuestros estudios de secundaria, en abril de 1980, en el CNMx “Fidel Olivas Escudero” de Pomabamba. En el aula nos unía un asiento de tabla puesto sobre ladrillos; era lo que sobraba, pero igual, tantas veces fuimos expulsados a pisotones por envalentonados compañeros tardones. “Dijaycushun”, solía decirme Daniel, al compás de pararnos y escribir recostado a la pared.

En los meses siguientes, él se hizo ayudante del profesor Porfirio, maestro de carpintería en el CENECAPE y posteriormente CECAT. Recuerdo que usé mi amistad para “dar unas cepilladitas” a mis tablas en la cepilladora eléctrica. La carpintería era una de mis aficiones; por eso hice que fuera mi opción en formación laboral.


Teníamos mucho en común con Daniel, desde provenir de comunidades campesinas, conocer la vida del campo en detalle y con muchas carencias de por medio. En marzo de 1990, nos juntamos para hacer una mesa de aliso que aún me acompaña en Sihuas. Pagué su trabajo con unas cuantas tablas que conseguí aserrando a medias con un amigo, “Todo es pago promo”, me dijo con amabilidad.

El 2010 nos reencontramos. Las circunstancias de la vida hicieron que construyera el estrado del auditorio del local del SUTEP, en el centro de Lima. Más adelante nos visitábamos y muchas veces nos enfrascamos en discusiones políticas acaloradas. Él era acciopopulista, pero el 2001 apoyó a Toledo. Sus argumentos siempre contrastaban con la realidad. En medio de la pandemia voló al mundo de los recuerdos y hoy debe estar amoblando el cielo, es que era un gran ebanista.

Era junio de 1973, creía que ya había aprendido mucho. Escuché el sonido del silbato y salí del salón a velocidad desenfrenada para subir a la torre de la iglesia y tocar las 12 campanadas del medio día. Quise demostrar que ya sabía contar. Tocar la campana era nuestra máxima ilusión de quienes estábamos en transición. Hasta entonces, solo era permitido a los alumnos del quinto año.


Antes que alcanzara la cuarta grada del primer piso de la torre, sentí un correazo entre mis piernas y una mano en la nuca. Cuando levanté la cabeza, era mi profe, quién me devolvió al salón apuradito, donde me hice merecedor de 5 correazos en cada mano, parado frente a caras festivas de mis compañeros. Coincidentemente, al siguiente día le tocaba al profe almorzar en mi casa, estuve triste. Rogaba que no lo contara a mis padres sobre mi atrevimiento del día anterior. No lo hizo. Así de generoso eran los profes de aquel entonces.

Hace poco, falleció mi profesor Eulolio Escudero. Con él aprendí las primeras letras de mi vida. Él era un gran cultor del arte, la música, la danza y la poesía. Escribía, y lo hacía con objetividad y sin sesgos. Su apellido Escudero no le limitó a ser crítico con los minifundistas de Huanchayllo, Changa y Shuipillay, para escribir con realismo la cruda y a veces dolorosa realidad de la población campesina y de los colonos. Su vida fue una lección de humildad. Su pasión por una buena educación fue su compromiso permanente. Mostraba su jovialidad a través de una sonrisa diáfana y amistad sincera. Nunca perdió su autoridad inconfundible. Habría sido por eso que la gente de mi tierra se quitaba el sombrero para saludarlo y mostrar sus respetos con una venia casi religiosa.

¡Qué tiempos viejos! Confieso que la amistad con mi viejo profe fue de mutua consideración.

Tarde supe de los anillos de tres hilos, pero no imaginé que uno de sus autores iba ser mi profe. En 1980, el horario escolar se redujo a medio día, y se presentaron algunas alternativas para niños con tiempo como yo. Luego de reflexiones, conversaciones y consejos, logré matricularme al CECAT (Centro de Capacitación para el trabajo). Platería fue la opción laboral que escogí, y el horario de atención era de 7 a 10 de la noche, de lunes a viernes. En las semanas y meses siguientes, las monedas del antiguo sol que perdieron valor iban directo al crisol; de vez en cuando también los de 5 y 9 decimos, monedas de plata de los inicios del s. XX.


“Muchanchos, si no van a trabajar no estorben, y si van a estorbar ya no vengan”, solía decirnos con sarcasmo el profesor Máximo Domínguez. Es que él quería vernos siempre trabajando. Con él aprendí eso de aretes, anillos, aros para aperos de caballos y otros. Mi curiosidad y ganas de aprender eran satisfechas.

Usando un crisol, carbón y tierra húmeda, fabricábamos objetos de joyería a la par que hablábamos del arte inca, Chimú y Mochica. Yo Soñaba fabricando muchos aretes para enviar a mi lejana Shumpillán, para que mi padre las vendiera a las laboriosas pastoras de Chinchil, Huachumay y otros pueblitos huanuqueños del otro lado del Marañón.

El maestro Maxshi nos retaba para hacer un buen trabajo. Los anillos tenían que tener buen brillo y acabado. Igual pensaba yo. Tenían que ser justo para los dedos de las enamoradizas pastoras. Claro, lo lográbamos con dedicación y un poco de paciencia. Formarnos para el trabajo, fue el fin de la opción laboral, un buen legado de la reforma educativa, que me cayó como anillo al dedo.

Máximo fue hijo de un gran joyero. Fabricaba anillos de 3 hilos tan igual o mejor que su padre. Luchó tanto por la vida, pero finalmente voló al más allá. Previo a su sepelio, su cuerpo recorrió las calles de la ciudad acompañado del responso sonoro de Timuco, el llanto y a la vez el jolgorio de la gente. Las melodiosas canciones andinas interpretadas por la banda de músicos, que en otros tiempos solo estaban en fiestas festivas, nos hicieron recordar el toque de vida alegre y bonachón y deportista de nuestro profe. La virtualidad me permitió observar la transmisión. Conociéndolo al profe, pienso que, al compás de la música, él sonrió pausadamente, achinando los ojos y encogiendo los músculos de la cara, para despedirse de su gente.


Ese rostro de profe, debe estar en los talleres del cielo. Debo creer que los Ángeles de los tiempos de pandemia ya usan aretes y anillos de 3 hilos. Deben estar tan privilegiadas, como las hermosas jóvenes pomabambinas, que dicen sí a la propuesta de amor, solo cuando ven deslizarse a sus delicados dedos, los incomparables anillos de 3 hilos hecho con arte y amor en el taller de los Domínguez.

El taller ya tiene una sucursal en el cielo, allá está el crisol de fuego incesante de luz azul. Sé que volveré a matricularme a platería, todo por arte y amor.

¡Duelen las partidas!, es una sucesión sin fin.

Mientras no nos toque, sigamos lijando mesas y fundiendo amor en el crisol de la vida, acompañado de la sonrisa noble de un maestro.

L. 01-05-2021