Haciendo Magisterio

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sábado, 1 de mayo de 2021

 

3 HUELLAS. DEJARON HUELLA Y PARTIERON

Heli Ocaña A.


Quisiera novelar cada partida, pero es imposible. La noche del 14 de febrero quise escribir una despedida; pero no fue posible. Me llamó un amigo para decirme que la mala hierba nunca muere. Ahora creo en la sabiduría andina y tengo la oportunidad de escribir un poco de los inolvidables momentos del horizonte de mi vida.

¡La pandemia nos ha puesto de rodillas!, dice mi madre en cada conversación.

La partida temprana de miles de hermanos lo testifican. De entre ellos, tres viajeros me dejaron huellas indelebles. Son de mi camino y de mis aprendizajes.

“Hasta pronto promo, no pudimos vernos”, me decía Daniel por un mensaje de WhatsApp, un medio día del 24 de enero. Leí el mensaje cuando salía de viaje de Pomabamba a Sihuas; pero, antes que el sol se oculte, él voló al más allá. Mi congoja fue de reflexión. En las semanas siguientes, también me enfrentaba al virus.

Con Daniel iniciamos nuestros estudios de secundaria, en abril de 1980, en el CNMx “Fidel Olivas Escudero” de Pomabamba. En el aula nos unía un asiento de tabla puesto sobre ladrillos; era lo que sobraba, pero igual, tantas veces fuimos expulsados a pisotones por envalentonados compañeros tardones. “Dijaycushun”, solía decirme Daniel, al compás de pararnos y escribir recostado a la pared.

En los meses siguientes, él se hizo ayudante del profesor Porfirio, maestro de carpintería en el CENECAPE y posteriormente CECAT. Recuerdo que usé mi amistad para “dar unas cepilladitas” a mis tablas en la cepilladora eléctrica. La carpintería era una de mis aficiones; por eso hice que fuera mi opción en formación laboral.


Teníamos mucho en común con Daniel, desde provenir de comunidades campesinas, conocer la vida del campo en detalle y con muchas carencias de por medio. En marzo de 1990, nos juntamos para hacer una mesa de aliso que aún me acompaña en Sihuas. Pagué su trabajo con unas cuantas tablas que conseguí aserrando a medias con un amigo, “Todo es pago promo”, me dijo con amabilidad.

El 2010 nos reencontramos. Las circunstancias de la vida hicieron que construyera el estrado del auditorio del local del SUTEP, en el centro de Lima. Más adelante nos visitábamos y muchas veces nos enfrascamos en discusiones políticas acaloradas. Él era acciopopulista, pero el 2001 apoyó a Toledo. Sus argumentos siempre contrastaban con la realidad. En medio de la pandemia voló al mundo de los recuerdos y hoy debe estar amoblando el cielo, es que era un gran ebanista.

Era junio de 1973, creía que ya había aprendido mucho. Escuché el sonido del silbato y salí del salón a velocidad desenfrenada para subir a la torre de la iglesia y tocar las 12 campanadas del medio día. Quise demostrar que ya sabía contar. Tocar la campana era nuestra máxima ilusión de quienes estábamos en transición. Hasta entonces, solo era permitido a los alumnos del quinto año.


Antes que alcanzara la cuarta grada del primer piso de la torre, sentí un correazo entre mis piernas y una mano en la nuca. Cuando levanté la cabeza, era mi profe, quién me devolvió al salón apuradito, donde me hice merecedor de 5 correazos en cada mano, parado frente a caras festivas de mis compañeros. Coincidentemente, al siguiente día le tocaba al profe almorzar en mi casa, estuve triste. Rogaba que no lo contara a mis padres sobre mi atrevimiento del día anterior. No lo hizo. Así de generoso eran los profes de aquel entonces.

Hace poco, falleció mi profesor Eulolio Escudero. Con él aprendí las primeras letras de mi vida. Él era un gran cultor del arte, la música, la danza y la poesía. Escribía, y lo hacía con objetividad y sin sesgos. Su apellido Escudero no le limitó a ser crítico con los minifundistas de Huanchayllo, Changa y Shuipillay, para escribir con realismo la cruda y a veces dolorosa realidad de la población campesina y de los colonos. Su vida fue una lección de humildad. Su pasión por una buena educación fue su compromiso permanente. Mostraba su jovialidad a través de una sonrisa diáfana y amistad sincera. Nunca perdió su autoridad inconfundible. Habría sido por eso que la gente de mi tierra se quitaba el sombrero para saludarlo y mostrar sus respetos con una venia casi religiosa.

¡Qué tiempos viejos! Confieso que la amistad con mi viejo profe fue de mutua consideración.

Tarde supe de los anillos de tres hilos, pero no imaginé que uno de sus autores iba ser mi profe. En 1980, el horario escolar se redujo a medio día, y se presentaron algunas alternativas para niños con tiempo como yo. Luego de reflexiones, conversaciones y consejos, logré matricularme al CECAT (Centro de Capacitación para el trabajo). Platería fue la opción laboral que escogí, y el horario de atención era de 7 a 10 de la noche, de lunes a viernes. En las semanas y meses siguientes, las monedas del antiguo sol que perdieron valor iban directo al crisol; de vez en cuando también los de 5 y 9 decimos, monedas de plata de los inicios del s. XX.


“Muchanchos, si no van a trabajar no estorben, y si van a estorbar ya no vengan”, solía decirnos con sarcasmo el profesor Máximo Domínguez. Es que él quería vernos siempre trabajando. Con él aprendí eso de aretes, anillos, aros para aperos de caballos y otros. Mi curiosidad y ganas de aprender eran satisfechas.

Usando un crisol, carbón y tierra húmeda, fabricábamos objetos de joyería a la par que hablábamos del arte inca, Chimú y Mochica. Yo Soñaba fabricando muchos aretes para enviar a mi lejana Shumpillán, para que mi padre las vendiera a las laboriosas pastoras de Chinchil, Huachumay y otros pueblitos huanuqueños del otro lado del Marañón.

El maestro Maxshi nos retaba para hacer un buen trabajo. Los anillos tenían que tener buen brillo y acabado. Igual pensaba yo. Tenían que ser justo para los dedos de las enamoradizas pastoras. Claro, lo lográbamos con dedicación y un poco de paciencia. Formarnos para el trabajo, fue el fin de la opción laboral, un buen legado de la reforma educativa, que me cayó como anillo al dedo.

Máximo fue hijo de un gran joyero. Fabricaba anillos de 3 hilos tan igual o mejor que su padre. Luchó tanto por la vida, pero finalmente voló al más allá. Previo a su sepelio, su cuerpo recorrió las calles de la ciudad acompañado del responso sonoro de Timuco, el llanto y a la vez el jolgorio de la gente. Las melodiosas canciones andinas interpretadas por la banda de músicos, que en otros tiempos solo estaban en fiestas festivas, nos hicieron recordar el toque de vida alegre y bonachón y deportista de nuestro profe. La virtualidad me permitió observar la transmisión. Conociéndolo al profe, pienso que, al compás de la música, él sonrió pausadamente, achinando los ojos y encogiendo los músculos de la cara, para despedirse de su gente.


Ese rostro de profe, debe estar en los talleres del cielo. Debo creer que los Ángeles de los tiempos de pandemia ya usan aretes y anillos de 3 hilos. Deben estar tan privilegiadas, como las hermosas jóvenes pomabambinas, que dicen sí a la propuesta de amor, solo cuando ven deslizarse a sus delicados dedos, los incomparables anillos de 3 hilos hecho con arte y amor en el taller de los Domínguez.

El taller ya tiene una sucursal en el cielo, allá está el crisol de fuego incesante de luz azul. Sé que volveré a matricularme a platería, todo por arte y amor.

¡Duelen las partidas!, es una sucesión sin fin.

Mientras no nos toque, sigamos lijando mesas y fundiendo amor en el crisol de la vida, acompañado de la sonrisa noble de un maestro.

L. 01-05-2021

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